Despedidas

Es la noche de la última función. Una suave, casi imperceptible y agradecida brisa se cuela entre los asistentes que, como de costumbre, miran el móvil o hablan entre ellos antes de empezar el espectáculo. 

Las conversaciones se entremezclan con otros sonidos propios del verano, como el feroz aleteo del abanico de la vecina de asiento de Carmen. La señora, que probablemente se llame Francisca o Carmen o Manuela o algún nombre típico de las señoras de nuestra edad, piensa Carmen, habla animadamente con su amiga: 

“Está no sé de qué va pero chica, todas las otras han estado bien y me he dicho que, mira, que para estar en el hotel, que entre que Manolo se ducha y que empieza el baile de los de animación, pues que más me valía venir aquí.” 

“Pues sí, mira, mejor que haces”, le contesta la amiga. “Esta no sé si me han dicho que es medio musical o no sé qué.” 

“Lo que sea nos parece bien, ¿no?”, le contesta, y empiezan a reír. 

Benito, que las mira de reojo, no puede evitar pensar lo mucho que se parecen las tres entre ellas: la mujer del abanico, la amiga y Carmen. Tampoco puede evitar pensar en la reacción de Carmen si se lo llega a contar. 

“Niño, para quieto”, le dice Carmen con un ademán a Aiden o Aidan o como se llame. “Que ya va a empezar.” 

Efectivamente, tan pronto acaba la frase, se apagan las luces y por los altavoces la suave voz indica a los más despistados que, por favor, apaguen de una vez los móviles. 

Y una vez más, showtime. 

El estruendo de los aplausos supera casi al de la canción que sale de los altavoces al acabar la función. 

“Ha estado muy bien”, le dice la señora del abanico a la otra. “Muy original, muy graciosa, ¿no te parece?” 

“Y lo bien que cantan, ¿qué?” le contesta la amiga. 

Este último parece ser el consenso general del público mientras sale por las puertas de entrada al castillo. 

Aidan o Adrián o como se llame se vuelve una última vez para mirar el castillo y, como la mayoría, se despide mentalmente. 

Hasta el año que viene.

Laia Monsalve