Natalia se aguanta la risa y escanea con la mirada el patio de butacas desde el lado izquierdo del escenario, escondida detrás de las cortinas, puede verlo todo.
“Sí, pero hoy se está mejor que ayer”, le contesta la mujer al marido. “Además, aquí corre una brisa maravillosa.”
“Sí que se está bien, sí.”
Están en la punta de la fila de butacas, a la izquierda del escenario. Tímidamente, Natalia los escucha. Bebiendo agua y reposteando la story de la compañía en el Instagram, escuchaba clandestinamente las conversaciones de los asistentes.
No debía hacerlo, no porque estuviera prohibido ni nada por el estilo, sino porque sabía que la pondría más nerviosa. Como fumar, que tampoco debía hacerlo, pero ¿qué le vamos a hacer?
“Una cosa, ¿sabes de qué va? Que ni lo he mirado”, le dice una chica a otra.
“Te lo he enviado por WhatsApp”, le contesta la amiga, poniendo los ojos en blanco. “Es un teatro griego, ¿te acuerdas del de Sagunto? Pues cómo ese.”
“¿El mismo?”
“Abre el WhatsApp, anda.”
Natalia se aguanta la risa y escanea con la mirada el patio de butacas desde el lado izquierdo del escenario, escondida detrás de las cortinas, puede verlo todo.
Está a reventar. Menos mal, lo único que le da más vergüenza que actuar delante del público es actuar delante de ningún público. La mayoría son señoras mayores y sus maridos, pero también ve algunas chicas jóvenes, arrastrando a los novios o novias por el pasillo de butacas, buscando el número detrás de la silla.
“A ver, 204 y 203, tienen que estar por aquí” se dicen, mientras miran los cartelitos que hay detrás de las sillas. “211, 212, 213… Pues aquí no están. Uy, perdone señora.”
Sin querer, la chica había pisado a la señora que, sentada, se abanicaba furiosamente.
“Tranquila hija, pero mira por dónde vas, que casi me dejas coja.”
“Perdone, pero es que no encontramos las sillas”
“¿Qué número tenéis?”
“204 y 203.”
“Eso es allí,” les señala, con el abanico cerrado. “Arriba, en la primera fila.”
“¿Vienes o qué?” Natalia se gira y se encuentra cara a cara con Clara, la maquilladora. “Que ya estamos todos.”
Clara se refiere al ritual que hacen antes de cada función. Que es, básicamente, estar todos en un círculo y ponerse a saltar. ¿Como los futbolistas cuando ganan los partidos? Pues igual. Es un ritual estúpido, pero le ayuda, por lo menos a Natalia, a relajarse antes de la función.
“Voy.” Mira hacia abajo mientras camina hacia el camerino, procurando no tropezar con los cables.
Tener el camerino entre paredes de piedra dentro de un castillo templario es una cosa bastante inusual, pero que, con este calor, se agradece.
Mientras suena el aviso para recordar a los más rezagados apagar el móvil, hacen el ritual. Con los brazos sobre el cuello de cualquiera que tenga a su izquierda y derecha, se ponen a saltar. Como críos. Entre el maquillaje y las ropas de época, le parecía que se habían escapado de alguna película de Tim Burton.
Ya es la hora, salen Sergio, Manu y Adrián primero.
Y le toca a ella. Podría hacerlo mil veces y estar igual de nerviosa como la primera vez.
Al salir al escenario, las luces le ciegan y el corazón le late a mil por hora, pero, como siempre, the show must go on.
Y así, durante casi dos horas, corriendo por detrás del escenario, intentando no tropezar con los cables, la función acaba.
Natalia tiene el mal hábito, como muchos otros, de mirar al público mientras sus compañeros hacen la escena. Como escuchar los comentarios antes de la obra, eso no le hace ningún bien, pero ¿qué le vamos a hacer?
La mayoría están con la mirada fija en la obra, como si miraran un partido de tenis, alternando entre un personaje y otro, dependiendo del que hable, claro. Otros hablan, con la mano sobre la boca, con el de al lado.
Mientras hacen el saludo al público, la gente les aplaude, buena señal, supone.
Natalia sonríe.
No puede evitarlo.
Laia Monsalve
