La obra Las locuras por el veraneo del dramaturgo Eduardo Vasco, basada en la Trilogía del veraneo (Trilogia della villeggiatura) del dramaturgo italiano Carlo Goldoni, le tomó el relevo a Damas Malditas de Chema Cardeña el pasado 11 de Julio en el XXVII Festival de Teatro Clásico Castillo de Peñíscola, superando expectativas y con aforo completo.
Risas y aforo completo con Las locuras por el veraneo
La obra Las locuras por el veraneo del dramaturgo Eduardo Vasco, basada en la Trilogía del veraneo (Trilogia della villeggiatura) del dramaturgo italiano Carlo Goldoni, le tomó el relevo a Damas Malditas de Chema Cardeña el pasado 11 de Julio en el XXVII Festival de Teatro Clásico Castillo de Peñíscola, superando expectativas y con aforo completo.
La versión de Noviembre Compañía de Teatro de Las locuras por el veraneo, escrita por el dramaturgo italiano Claro Goldoni a mitad del siglo XVIII, narra el enfrentamiento de dos familias adineradas a principios del siglo XX preocupadas con mantener las apariencias mientras se disponen a partir hacia Montenero (Toscana) para inaugurar el esperado veraneo. Vestidos estilo años 20, canciones dramáticas y un romance enrevesado componen esta divertida comedia que arrasó el pasado 11 de julio en el Patio de Armas del Castillo de Peñíscola.
El silencio que dominó la función del pasado 9 de julio brilló por su ausencia durante la representación de esta obra, siendo reemplazado por risas y carcajadas, como resultado de las divertidas interpretaciones por parte de los actores y actrices que componen el reparto.
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Comedia, glamour y aforo completo: Carmen y Benito.
“¡Adrián! Estate quieto un rato, hijo”, le grita la abuela al nieto, que juega con los otros niños al pilla-pilla corriendo en círculos alrededor del Patio de Armas. “Qué hartura de niño. Oye.”
Habían ido a la playa, a la piscina, al parque y habían subido a pie hasta el castillo, pero el niño no se cansaba de correr de aquí para allá, escalar todo lo que podía y, por supuesto, molestar a los abuelos.
“Aiden, abuela, me llamo Aiden”, le contesta con voz cansada el niño mientras se sienta entre los dos.
“Tú te llamas Adrián, que no sé qué manía tiene ahora la gente con poner los nombres en inglés”, dice para ella misma. “Si somos de Zaragoza”.
Abuelo y nieto intercambian una mirada, como diciendo “Es lo que hay”. La del nieto parece acusadora, incluso reprochadora “Te casaste con ella. Hiciste la cama, ahora duerme en ella.”
“Pero si aún queda un rato para que empiece la obra, Carmen. Deja al chaval que haga amigos, que aquí no tiene ninguno”, le dice el marido, tímidamente.
“Que no, Benito, que no, que me pone nerviosa todo el santo día corriendo de aquí para allá”, contesta, mientras se saca el abanico del bolso y empieza a abanicarse, al ritmo de las demás mujeres del público. “Que solo es el primer día y ya me tiene negra.”
El niño se sienta en la silla, con los brazos cruzados y el ceño fruncido. “Se ha intentado”, le susurra su abuelo, acariciándole el pelo.
La madre se lo había traído a los abuelos, para que se lo cuidaran, naturalmente. El niño, de nueve años, era clavado a su padre en todo: mata de pelo marrón, ojos color café y la cara llena de pecas… En todo, excepto en la energía que tenía. El padre, un vago de Anento (pueblo de la provincia de Zaragoza), no hacía más que encadenar contratos temporales, uno tras otro, de lo que fuera: camarero, personal de mantenimiento, jardinero… Vamos, que hacía de todo menos trabajar.
¡Si lo sabía ella! Su propio marido había sido uno de ésos. Antes de casarse le había dicho que él lo que quería ser era cantante, como Nino Bravo y Los Brincos. Ella le había dicho que nanai, que de ser cantante no se vive, a no ser que seas como los grandes.
“Pero tú de Nino Bravo tienes lo que yo de la Dúrcal. Que no, que un hombre lo que debe hacer es ganar dinero para la familia y punto.”
Y fin de la discusión. En unos meses había entrado en el negocio del padre, de aprendiz de delineante, se habían casado y habían tenido a la hija.
Veraneaban en Peñíscola desde hacía unos años, siempre en el mismo hotel, que se lo conocían al dedillo. Y desde el año pasado iban al teatro todos los días, todos los días que había, claro. Así sacaba al marido del hotel, que con los años le gustaba menos y menos salir a pasear.
Mira a su alrededor, sin dejar de abanicarse, que hace un calor horroroso y, al estar sentados en el patio de butacas izquierdo no les llega la brisa marina del otro día. Están todos los asientos ocupados y, a diferencia de la última función, el público es mucho más joven, y ruidoso. Mira hacia el escenario y ve en los camerinos improvisados en el Salón Gótico a una mujer vestida con ropa de los años 20, mirando su teléfono. Se ve obligada a reprimir una risa mientras las luces del patio se apagan poco a poco y las del escenario se encienden.
Aunque constantemente hacía preguntas y se retorcía en el asiento, a Adrián o Aiden o como le dé la santa gana llamarse, le había gustado la obra, y mucho. Eso pensaba su abuela al volver, sentados los tres en la parte de atrás del autobús, El niño se había quedado mirando la representación con los ojos abiertos, riendo cuando había que reír y aplaudiendo cuando había que aplaudir.
“¿Qué, te ha gustado?”, le pregunta el abuelo al nieto, bajando la explanada del Parque de Artillería.
“Me han gustado las canciones”, le contestó él. “Cantan como en la tele y casi tan bien como tú, abuelo.”
“No sé, no sé. ¿Y a la abuela qué?”, le pregunta, dirigiéndose a ella. “¿Le ha gustado?”
“Ha sido una buena noche, ¿no?”, contesta ella, sin dejar de abanicarse.
Laia Monsalve