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Un monólogo histórico, música bajo las estrellas y un triunfo total: Burro de Álvaro Tato.

Un monólogo histórico, música bajo las estrellas y un triunfo total: Burro de Álvaro Tato.
Pilar Diago
18 de Julio de 2024

Burro, dirigida por Yayo Cáceres e interpretada por el gran actor Carlos Hipólito, es un monólogo con música en directo que narra la historia de un burro sin nombre que lleva al espectador a través de seis mil años de historia, desde la Antigua Grecia y la Roma clásica hasta la Modernidad.

La obra Burro del dramaturgo Álvaro Tato triunfó el pasado 13 de julio en la XXVII edición del Festival de Teatro Clásico Castillo de Peñíscola. 

Burro, dirigida por Yayo Cáceres e interpretada por el gran actor Carlos Hipólito, es un monólogo con música en directo que narra la historia de un burro sin nombre que lleva al espectador a través de seis mil años de historia, desde la Antigua Grecia y la Roma clásica hasta la Modernidad. 

Combinando relatos clásicos sobre burros, destacando entre sus autores a Cervantes, Shakespeare y Ovidio, con una puesta en escena original, música en directo y una interpretación feroz por parte de Carlos Hipólito, se puede afirmar sin pudor que Burro, a juzgar por la reacción entusiasta del público, fue un éxito. 

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Brisa, críticas y foulards: Carmen y Josefa.

“Yo a éste lo conozco de Cuéntame”, dice Carmen, abanicándose. “De cuando la pandemia.”

“¿Hmm?”, le contesta su amiga, levantando la mirada del móvil. 

“Josefa, hija, no me he dejado al marido en el hotel para que ahora me ignores tú también.”

“Perdona, pero es que estaba hablando con mi hija. Que me traen mañana a Ainara y, chica, que no se aclara para encontrar el hotel”, contesta ella, metiéndose el móvil en el bolso.

“Pues que lo mire en el Maps ese, que ahora el móvil te lo hace todo”, contesta Carmen. “Además, ¿no era informático el marido? Que lo mire él.”

Josefa asiente con la cabeza, para que Carmen se calle, más que por otra cosa. Se conocen desde hace tres días, al coincidir en la terraza del hotel, desayunando. De lejos, Carmen le había parecido igual que cualquier otra mujer mayor del hotel, porque casi todas están cortadas por el mismo patrón, incluso ella misma: pelo corto, pero no mucho, por los hombros, y teñido rubio oscuro o marrón; gafas de sol, grandes y oscuras y bolso holgado marrón o dorado. En lo único en lo que se distinguían era en la ropa, no precisamente en el estilo, sino en la calidad; las que se lo podían permitir llevaban marcas caras, Tous, Adolfo Domínguez, Loewe, etc., y las que no, se conformaban con imitaciones del mercadillo a seis euros.

La misma noche de conocerse habían cenado juntos, Carmen, Benito, ella y su marido, Paco. Habían comido, reído y acordado quedar a la mañana siguiente para ir a la playa. De vuelta en su habitación, preparándose para irse a dormir, con sus mil y una cremas baratas esparcidas por toda la repisa del baño, pensaba en la casualidad que había sido conocerlos. Parecían ser la misma pareja, ellas, dominantes y ellos, tranquilos y tanto a Benito como a Paco les encantaba el fútbol, pero tenían que verlo en el móvil, pues siempre parecía coincidir con la película/serie de televisión/novela turca preferida de ellas. Así que cuando Carmen le propuso ir al teatro aceptó enseguida.

Mira a su alrededor, están sentadas en el palco, que está solo a unos escalones por encima del resto pero que era suficiente para que su amiga hubiera estado presumiendo toda la tarde. Increíblemente, logra escuchar las olas rompiendo contra las rocas por encima del incesante monólogo de Carmen y la brisa, tenue y no muy fresca, pero a caballo regalado no hay que mirarle el diente, le hacen sacar el foulard azul que lleva siempre en el bolso por si acaso.

El murmullo de voces se va atenuando al mismo tiempo que lo hacen las luces del patio de butacas, mientras que las del escenario se van encendiendo, revelando unas piedras, unas sillas y a los actores. 

Ya de vuelta en su habitación, arropada en la cama, con sus cremas en la cara y su marido a su lado, pensó que había pasado una buena noche.

Y era verdad.

Laia Monsalve